El Peropalo. Carnaval en Villanueva de la Vera

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El Peropalo. Carnaval en Villanueva de la Vera


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El Peropalo en los años cincuenta

Por Fulgencio Castañar

Martes 14 de febrero de 2012, por Jilandero (actualizado el 18 de febrero de 2012)    Ver en formato PDF


El carnaval fue siempre un tiempo de excesos; excesos en libertades, en bromas, en ruptura con lo cotidiano, en comidas pantagruélicas, si había con qué, y, en los años cincuenta del siglo pasado, borracheras de cuatro días… Pero entonces no era así ciertamente para todo el mundo. Pasaba lo que dice la copla sobre la capital del reino. “Madrid con ser Madrid, / y ser una ciudad tan grande,/ come el que tiene con qué/ y el que no, se pasa hambre.” Algo parecido pudiera decirse sobre los excesos en las comidas en tiempo de carnaval, en Villanueva durante la celebración del Peropalo, porque el dicho medieval de “comamos y bebamos/ que mañana ayunaremos” quedaba ya muy lejano y mucho nos tememos que, a una parte de la población, los ayunos no les resultasen familiares sólo en cuaresma. Y es que, tras la guerra civil, hubo unos “años del hambre” y, después, como en todo el periodo de la autarquía, en el país se prolongó más de la cuenta una economía de subdesarrollo, anémica.

¿Qué puede decirse sobre la gastronomía durante los días en que el Peropalo estaba en la aguja?

Si empezamos por el desayuno, según donde amaneciese la persona variaba el primer alimento del día; vaya por delante que esto se explica porque los chavalones conquistaban la libertad saltándose la norma de “a las diez en la camas estés” y lo hacían durmiendo en casas de amigos y en grupo. Alguien me ha contado que eran tantos para una sola cama que durmieron atravesados. Pues bien, como cada casa es un mundo, para desayunar se podía encontrar el sujeto con unas sopas, -de patatas, de tomate, migas- y, en menos cocinas se expandía el aroma del café con leche. Lo mismo para los hijos de la casa que para cuantos hubiesen dormido bajo el mismo techo esa noche carnavalera. Nadie hacía asco a lo que se les ofreciese, pues tenían el estómago preparado para todo.

La comida solía ser muy similar a la de cualquier día –¡y que no falte!-: el cocido. Acaso más enriquecido que otros días, aunque en el invierno siempre el puchero estaba muy lleno porque, tras la matanza, había piezas que se consumían en los primeros meses. Si se enriquecía siempre solía ser con carne de cabra, más vieja que joven, aunque los carniceros, la mayoría de ellos, siempre utilizaban para atraer a la clientela el término de “chivata”; eso es lo que, con frecuencia, mandaban pregonar, luego uno se encontraba con que la res ya tenía talla de cabra hecha y derecha.

Acaso lo más llamativo era la cena. Durante esos días los grupos de matrimonios amigos rondaban, si no había guitarra, al son de la botella, el almirez y el caldero e iban de casa de unos a casas de otros. Se obsequiaban con los dulces que habían preparado previamente, a mitad del siglo XX, en el horno de los Borja o de tío Javierillo. No olvidemos que los hornos –“hornos de poya” porque había que ir a por la levadura antes de amasar- estuvieron sometidos, durante muchos siglos, a las estructuras feudales y señoriales y eran, en los llamados siglos oscuros, de propiedad señorial. El señor los cedía en alquiler a un tercero que los administraba a su modo. La cocedura se pagaba en especie, según el número de panes que se cociesen. Para distinguirlos se les colocaba un signo en la parte superior, un icono, la pinta. Los dulces tradicionales del pueblo –perronillas, mantecados, bizcochos, venancios, floretas -se acompañaban siempre con una copita de anís o de vino dulce, para las señoras.

Los caballeros le daban mejor al tinto de pitarra y, en esos instantes, ellos preferían los chorizos magros que se hacían en la matanza pensando en que con ellos se ayudaría a los hombres aguantar más el tipo tras el mucho vino consumido; y, junto al chorizo, en un pueblo serrano, en el que la cabra era una animal dominante, estaba el queso fresco.

Por las noches, tras la fiesta peropalera, se solían reunir en corromblas en la cocina de uno de ellos. Naturalmente que iban en ronda, cantando toda la panda hasta llegar al lugar destinado para la cena. La música tenía un protagonismo tal que en la casa, toda la noche se llenaba de música, pero, es que, además, también había lugar para el baile; porque la música tenía desde la antigüedad una finalidad sacra y en el Peropalo todo el pueblo era canción. Mientras las mujeres preparaban la cena, los hombres podían estar por las tabernas o alrededor de una mesa con las cartas sobre la mesa y al lado una jarra y unos vasos, con el acompañamiento, por lo general, de cacahuetes y aceitunas

El Merengue en 1962

Las cenas se alargaban porque el tiempo daba mucho de sí; podían estar compuestas de patatas con arroz y una caldereta de cabra, magro con tomate, gallos –de corral obviamente- con tomate o arroz; y, como acompañamiento al plato central, no faltaban las patatas fritas. Para finalizar se endulzaban el paladar con unos platos de natillas, arroz con leche, calostros y, en muchos casos, orejones cocidos. No hace falta recordar que las mesas se organizaban como en las matanzas, hombres por un lado y mujeres por otro; pero, sobre todo, platos comunes, cucharas y tenedores, individuales naturalmente; cada cual se cortaba el pan con su propia navaja. Lo normal era que se acabase cantando, los hombres trabados con los brazos por los hombros, sentados, porque más tarde ya probarían su capacidad para guardar el equilibrio en el regreso al hogar.

Los mozos tras el baile también se juntaban para pasar la noche en vela en torno al fuego y a la comida. A veces, no había mesas porque lo hacían en corrales en los que no se solía tener muchos elementos culinarios. A veces se empezaba con migas y se continuaba con carne, que, en muchos casos, provenía de animales de granjas ajenas, gallos o gallinas; no le hacían asco a nada y se convertía en realidad el axioma local de “todo lo que se mueva, puede ir a la cazuela”, porque, esas noches, cualquier animal doméstico que se encontrase por la calle podía encontrar su destino final en una sartén o en un puchero.

  Catálogo de música libre

El punto final, en el plano gastronómico, hay que situarlo en el miércoles de ceniza; era el día que, igual que, en muchos otros lugares, se dedicaba a lo que, en los libros referentes al carnaval, se denomina la “cuestación”. Las pandillas de jóvenes recorrían el pueblo pasando por las casas de los familiares para pedirles huevos o chorizos, -también se aceptaban las morcillas- materias primas con las que cargarían para salir del pueblo y pasar el día en un secadero o finca cercana; de la bodega del padre de alguno de ellos sacaban el vino y de la de otros el aceite. La comida se alargaba porque no había prisa para acudir al entierro de la sardina ya que, durante muchos años, no se ha celebrado. Tras la muerte de don Carnal, en Villanueva sustituido por el Peropalo, llegaba doña Cuaresma con sus ayunos y abstinencias, porque la mayor parte de la gente no pagaba la bula que eximía de tales obligaciones y, como la vida seguía con su curso, era preciso trabajar y ayunar. Vivir para ver.

Y hemos visto que en estos sesenta años la vida ha cambiado mucho y, pese a la crisis actual, el aspecto gastronómico es, por fortuna, muy diferente.

Fulgencio Castañar


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